lunes, 24 de abril de 2017

NO SOMOS SUPERHÉROES


Todos tenemos la idea de que quien sobresale, quien es más listo, quien hace mejor una determinada actividad, es mejor que el resto de la gente. Se premia lo que destaca frente a la normalidad... o la mediocridad. Tenemos la idea de que quien es "normal", en realidad es "mediocre". Los subestimamos. No valoramos con buenos ojos sus capacidades o su esfuerzo porque no son tan buenas como las de los otros.

A todos nos gusta lo mejor. Nos enseñan de pequeños a admirar a los que ganan, a los mejores. ¿Cuántos seguidores tienen los grandes equipos de fútbol? ¿Y, en cambio, los equipos locales? ¿Acaso son mejores en todos los aspectos los jugadores profesionales que quienes tienen que dedicarse a otra profesión y sacar tiempo a parte para poder entrenar?

Al mismo tiempo, crecemos con las exigencias de nuestros padres. Tenemos que sacar buenas notas, en todo. Si se nos dan mal las matemáticas, nos apuntan a una academia. Cueste lo que cueste, hay que sacar buenas notas. Nos volvemos esclavos de las exigencias... y de las comparaciones... Porque los padres conocen a más niños de nuestra edad, y siempre, alguno, sobresale. Las comparaciones son odiosas, eso lo sabemos todos. Pero no nos damos cuenta que las exigencias de rendimiento también son comparaciones. Si nuestro rendimiento es "bueno" o es "malo" es porque lo estamos comparando con algún punto, con alguna referencia, que alguien marca. Y eso, frustra. Nos hace luchar contra algo que cuesta, y desgasta.

Y así, crecemos con la idea de que tenemos que rendir en todos los aspectos. Tenemos que hacerlo todo bien. Si queremos triunfar, tenemos que ser el mejor de nuestra promoción. Tenemos que saber inglés, porque los idiomas son muy útiles y necesarios hoy en día. Tenemos que hacer deporte, aunque pasemos 12 horas fuera de casa por el trabajo.

Cuanto más cosas haces, más valor tienes. Más admiración recibes de los demás. ¡Qué grato es que te digan "yo no podría hacerlo tan bien como tú"! O eso de "¿y cómo te da tiempo a hacer tantas cosas?"

Nos gustan los halagos de los demás. Y como queremos que nos halaguen... nos esforzamos. Pero al crecer con estas ideas, llega un punto en que ya no sólo lo hacemos porque consigamos que los demás nos den atención o aprecio... lo hacemos porque creemos que tenemos que hacerlo. Tenemos que trabajar, hasta el punto de dejarnos la piel en el trabajo. Tenemos que hacerlo todo perfecto, destacar, para ascender, o para que no nos despidan. Y pasamos así todos los días.

¿Por qué es tan doloroso que nos despidan? Incluso sin tener necesidades económicas, nos duele. Porque creemos que ya no somos valiosos para la empresa, que no hemos hecho las cosas bien. Aunque hayamos echado horas extra sin cobrarlas, o hayamos hecho trabajos que corresponden a otros puestos... si nos echan, nos echamos nosotros mismos la culpa. Pensamos que tendríamos que haber sido más rápidos, más ingeniosos, más efectivos... Nos causamos dolor a nosotros mismos porque nos valoramos menos de lo que realmente merecemos. Porque nos han enseñado a valorar sólo los resultados, no el proceso, ni el interés, ni el esfuerzo.

Se nos olvida que somos personas de carne y hueso, o directamente, no queremos serlo. Queremos convertirnos en algo que no somos: superhéroes. Y luchar contra eso, sólo nos genera sufrimiento.

Si aceptamos nuestras capacidades al mismo tiempo que nuestros defectos, podremos encauzar nuestra vida hacia actividades y exigencias que estén a nuestro alcance. No quiero decir que no intentemos conseguir metas, si no darnos cuenta de que no todas podremos alcanzarlas... pero muchas de ellas, sí. Si nos dirigimos hacia aquellas que supongan un reto, pero que con esfuerzo e interés las podamos conseguir, nos sentiremos mucho más satisfechos y realizados que esforzándonos por algo inalcanzable, que sólo nos hará sentir frustración. 

Abandonemos la necesidad del hacer. No se es peor por estar en paro o por no tener ninguna actividad o meta que cumplir. Aceptémonos. Disfrutemos de la vida tal cual nos llega. La vida no es una competición, sólo un camino.

martes, 11 de abril de 2017

PREJUICIOS

El pensamiento humano funciona a partir de categorías. Es decir, agrupamos las cosas en grupos, porque eso nos ayuda a organizar lo que sabemos y a entender mejor cómo funciona el mundo. Por ejemplo, sabemos que un avión es un medio de trasporte, al igual que un barco o un coche. Eso nos ayuda a saber la finalidad que tiene ese objeto. O saber que un gato es un ser vivo, nos sirve para saber que se alimenta, crece, se reproduce, y muere, al igual que lo hace un perro o una planta... pero que es distinto, por ejemplo, que una silla.

El "tener" todos nuestros conocimientos organizados en categorías o grupos, permite a nuestro cerebro funcionar más rápido. Así, le es más sencillo buscar la información que necesita, porque sabe a qué categoría pertenece y, además, todas las categorías están relacionadas unas con otras, por lo que tiene otra mucha información disponible que puede ser de utilidad. Por ejemplo, si se nos estropea el coche, sabemos que tenemos que llevarlo a un mecánico (son dos conceptos distintos, que están en categorías distintas, pero que están relacionados).

Por esto nos es tan útil la forma en que nuestro cerebro organiza la información que aprendemos del mundo, porque nos facilita el desenvolvernos en él, el adaptarnos a los cambios gracias a esos conocimientos y el poder buscar una solución rápidamente a las dificultades que se nos presentan.

Sabemos conducir distintos coches porque sabemos que todos funcionan igual. Damos patadas a los balones porque son redondos y sabemos que rodarán si lo hacemos. Y de esta misma forma, aprendemos a relacionarnos con las personas.

Todos clasificamos a las personas según distintas categorías (que varían según la importancia que le dé cada uno a ciertos aspectos). Todos lo hacemos. Es algo normal, porque nuestro cerebro ha aprendido evolutivamente a hacerlo. Cuando una persona "mete" dentro de una categoría concreta a otra, surgen expectativas sobre cómo esa persona se comportará en determinadas situaciones, porque la categoría en la que está metido la relacionamos con algunas ideas. Por ejemplo, una persona puede pensar que una chica que se ha teñido el pelo de rubio es superficial y tonta, porque lo eran las niñas de su instituto que se teñían el pelo de rubio. Esto es un prejuicio (un juicio que hacemos de otra persona antes de conocerla, sin tener la información necesaria para saber si es real o no la opinión que nos hemos creado).

El caso es que es muy sencillo que los prejuicios aparezcan, porque nos hacen el mundo más "sencillo". Si pienso que una persona con determinado aspecto puede ser peligrosa, no me acercaré a ella, y me sentiré tranquilo por haber evitado un problema. 

Lo malo de los prejucios es que nos hacen juzgar por la superficie. Es el exterior, el aspecto, lo que nos da a entender si algo es bueno o no para nosotros. A simple vista, no podemos ver si una persona es más o menos inteligente. Esto nos impide hacer categorías y prejuicios de cómo se comportan los que son listos y los que son tontos. Pero es muy sencillo distinguir a las personas por el color de su pelo, de su piel o por la ropa que llevan puesta. Si van con traje, pensamos que van a trabajar a una oficina y que son personas "importantes". Podremos pensar, en ese caso, que es una persona inteligente, aunque no tiene por qué serlo. El caso es que lo trataremos como si lo fuera, y evitaremos "malas compañías" sólo por su aspecto. Rechazaremos a gente sólo por su nacionalidad, su religión, su piel, su ropa... Esto hace daño a aquellos que son rechazados. Realmente, rechazamos, evitamos, huimos y hacemos daño a personas sin llegar a conocerlas, sólo por la impresión que nos dan. Pero no nos damos cuenta de que ellos comparten con nosotros mismos muchas más cosas de las que nos diferencian.

Todos somos seres humanos. Todos nacemos de una madre y un padre. Todos tenemos órganos. Todos tenemos corazón. Todos tenemos sentimientos. Todos tenemos seres queridos. A todos nos quiere alguien. Todos tenemos necesidades. Todos tenemos problemas. Todos tenemos ideas y opiniones. Todos respiramos.

Una persona no puede describirse por una sola característica. Una persona es muchas cosas a la vez. Y es injusto que sean tratados sólo por una de ellas, que en muchas ocasiones, no puede elegirse, si no que le viene dado a la persona desde su nacimiento.

Démonos cuenta de los prejuicios que tenemos. Y no los hagamos caso. Si rompemos nuestros prejuicios, conoceremos un mundo más grande, más igualitario y más humano.

Os dejo un vídeo que encontré hace tiempo y que expresa muy bien esta idea: compartimos por dentro mucho más de lo que nos distingue por fuera.