Todos tenemos la idea de que quien sobresale, quien es más listo, quien hace mejor una determinada actividad, es mejor que el resto de la gente. Se premia lo que destaca frente a la normalidad... o la mediocridad. Tenemos la idea de que quien es "normal", en realidad es "mediocre". Los subestimamos. No valoramos con buenos ojos sus capacidades o su esfuerzo porque no son tan buenas como las de los otros.
A todos nos gusta lo mejor. Nos enseñan de pequeños a admirar a los que ganan, a los mejores. ¿Cuántos seguidores tienen los grandes equipos de fútbol? ¿Y, en cambio, los equipos locales? ¿Acaso son mejores en todos los aspectos los jugadores profesionales que quienes tienen que dedicarse a otra profesión y sacar tiempo a parte para poder entrenar?
Al mismo tiempo, crecemos con las exigencias de nuestros padres. Tenemos que sacar buenas notas, en todo. Si se nos dan mal las matemáticas, nos apuntan a una academia. Cueste lo que cueste, hay que sacar buenas notas. Nos volvemos esclavos de las exigencias... y de las comparaciones... Porque los padres conocen a más niños de nuestra edad, y siempre, alguno, sobresale. Las comparaciones son odiosas, eso lo sabemos todos. Pero no nos damos cuenta que las exigencias de rendimiento también son comparaciones. Si nuestro rendimiento es "bueno" o es "malo" es porque lo estamos comparando con algún punto, con alguna referencia, que alguien marca. Y eso, frustra. Nos hace luchar contra algo que cuesta, y desgasta.
Y así, crecemos con la idea de que tenemos que rendir en todos los aspectos. Tenemos que hacerlo todo bien. Si queremos triunfar, tenemos que ser el mejor de nuestra promoción. Tenemos que saber inglés, porque los idiomas son muy útiles y necesarios hoy en día. Tenemos que hacer deporte, aunque pasemos 12 horas fuera de casa por el trabajo.
Cuanto más cosas haces, más valor tienes. Más admiración recibes de los demás. ¡Qué grato es que te digan "yo no podría hacerlo tan bien como tú"! O eso de "¿y cómo te da tiempo a hacer tantas cosas?"
Nos gustan los halagos de los demás. Y como queremos que nos halaguen... nos esforzamos. Pero al crecer con estas ideas, llega un punto en que ya no sólo lo hacemos porque consigamos que los demás nos den atención o aprecio... lo hacemos porque creemos que tenemos que hacerlo. Tenemos que trabajar, hasta el punto de dejarnos la piel en el trabajo. Tenemos que hacerlo todo perfecto, destacar, para ascender, o para que no nos despidan. Y pasamos así todos los días.
¿Por qué es tan doloroso que nos despidan? Incluso sin tener necesidades económicas, nos duele. Porque creemos que ya no somos valiosos para la empresa, que no hemos hecho las cosas bien. Aunque hayamos echado horas extra sin cobrarlas, o hayamos hecho trabajos que corresponden a otros puestos... si nos echan, nos echamos nosotros mismos la culpa. Pensamos que tendríamos que haber sido más rápidos, más ingeniosos, más efectivos... Nos causamos dolor a nosotros mismos porque nos valoramos menos de lo que realmente merecemos. Porque nos han enseñado a valorar sólo los resultados, no el proceso, ni el interés, ni el esfuerzo.
Se nos olvida que somos personas de carne y hueso, o directamente, no queremos serlo. Queremos convertirnos en algo que no somos: superhéroes. Y luchar contra eso, sólo nos genera sufrimiento.
Si aceptamos nuestras capacidades al mismo tiempo que nuestros defectos, podremos encauzar nuestra vida hacia actividades y exigencias que estén a nuestro alcance. No quiero decir que no intentemos conseguir metas, si no darnos cuenta de que no todas podremos alcanzarlas... pero muchas de ellas, sí. Si nos dirigimos hacia aquellas que supongan un reto, pero que con esfuerzo e interés las podamos conseguir, nos sentiremos mucho más satisfechos y realizados que esforzándonos por algo inalcanzable, que sólo nos hará sentir frustración.
Abandonemos la necesidad del hacer. No se es peor por estar en paro o por no tener ninguna actividad o meta que cumplir. Aceptémonos. Disfrutemos de la vida tal cual nos llega. La vida no es una competición, sólo un camino.