Como ya hemos dicho muchas veces: el ser humano es sociable. ¿Qué quiere decir esto? Que para sobrevivir, desde la antigüedad, se ha rodeado de otros seres humanos. Esto ha permitido que fuera más fácil crecer y vivir, pero también implica que hayan surgido normas sociales, que limiten qué está bien o mal visto dentro del grupo, qué se puede hacer y qué no. Es decir, no cualquiera puede estar en el grupo, sino que es necesario que el comportamiento de la persona se adapte a lo que los demás esperan de él.
Esta necesidad por estar dentro del grupo, a lo largo de toda la historia de la humanidad, ha hecho que desarrollemos unas emociones muy fuertes en cuanto a las relaciones con los otros. Dependemos de ellos, de que nos quieran, nos cuiden, nos acepten... porque, en el fondo, sobrevivimos porque estamos con ellos, en su grupo. Todos tenemos la necesidad de sentirnos queridos, y el pensar que no tenemos eso, nos puede generar un gran dolor.
Démonos cuenta de una cosa: aprendemos a valorarnos a nosotros mismos por cómo nos valoran los demás. Si a un niño se le dice que es malo, él piensa que es malo, y si se le dice que se le da bien una tarea, piensa que se le da bien. Por eso es tan importante lo que opinen los demás de nosotros, porque nos da una imagen de lo que somos y de lo que valemos. Pero esto puede generar problemas cuando: a) no interpretamos bien la opinión que los demás tienen de nosotros y pasamos a pensar que valemos poco; o b) cuando los demás tienen una opinión infravalorada de nosotros, porque sólo se fijan en lo que se nos da mal, por ejemplo. Como tenemos esa necesidad de agradar a los demás y de conseguir su aprecio, ante estas situaciones anteriores, puede que pasemos a infravalorarnos, o que nos esforcemos exageradamente por agradar a los demás.
Os dejo una historia para reflexionar sobre esto:
Érase una vez una gran familia, con 5 hijos. El primero en nacer fue Lucas, que ya era adolescente, y había ganado muchos premios en competiciones deportivas. Después, iban Clara y Silvia, mellizas y muy inteligentes, sacaban las mejores notas de la familia. Luego, Carlos, un chico muy extrovertido y gracioso, con el que siempre querían estar todos. Diego era el siguiente, y destacaba por su destreza con la pintura. Y, la más pequeña: Nerea. Era una niña tímida, que no llamaba la atención ni destacaba en nada. Los padres trabajaban y pasaban muchas horas fuera casa, por lo que habían contratado a una mujer para que se hiciera cargo de la casa y de los niños.
Todos los días, al volver del cole, Nerea se iba a su habitación a jugar y a hacer los deberes. Sus hermanos hacían lo mismo, y la asistenta sólo hablaba con ellos para darles la merienda. Nerea pasaba la tarde esperando a que llegaran sus padres. Siempre salía corriendo a saludar a sus padres en cuanto oía abrirse la puerta, pero sus padres llegaban tan cansados, que no tenían ganas de jugar con ella. El único rato que pasaban juntos era en la cena, donde todos sus hermanos contaban todos sus méritos y esperaban las alabanzas de sus padres. Nerea, que todavía iba a parbulitos, contaba lo que había hecho en el cole. Sus padres la escuchaban y la sonreían, pero Nerea sentía que no tenían el mismo interés por sus historias que por los logros de sus hermanos.
Según crecía, Nerea se esforzaba en conseguir la aprobación y admiración de sus padres. Estudiaba mucho, se esforzaba en las clases de gimnasia, e intentaba ser divertida y graciosa, cosa que le costaba mucho, porque, en el fondo, era bastante tímida. Con el tiempo, aprendió que sus padres la atendían más cuando hablaba de sus amistades y de los planes que hacía con ellos. Nerea empezó a organizar actividades con sus amigos, para divertirse. Por su timidez, le resultaba más sencillo jugar, que hablar con ellos. Por eso, cada vez lo organizaba con más frecuencia, hasta el punto que pasaba todo su tiempo libre planeando los juegos del fin de semana siguiente.
Sus amigos, al principio, se divertían mucho, pero, con la adolescencia, pasaron a interesarles más otros planes. Querían charlar de chicos, hacer fiestas de pijamas o ir de compras. Los chicos, preferían irse a casa de alguien a jugar a videojuegos o hablar de cosas que a Nerea tampoco le interesaban mucho. Entonces, empezaron a poner excusas a Nerea para no ir a sus juegos. Como no tenían una relación muy íntima con ella, por su timidez, y porque siempre se veían sólo para jugar, no sabían cómo decirle que no querían ir a sus planes. Nerea empezó a sentirse mal, porque no entendía porqué ya no quedaban con ella, e intentaba hacer los planes más originales, para que todos quisieran ir, pero tampoco funcionaba.
Un día, Nerea se atrevió a preguntarle a una de sus amigas qué pasaba, y ella se lo explicó. Al principio, se sintió avergonzada, pero después, comprendió que había intentado, con demasiada insistencia, el agradar a los demás, y justo eso, la estaba separando de sus amigos. Entonces, empezó a quedar para hacer los planes de sus amigos, y se dio cuenta de que también le divertían. Ya no tenía la necesidad de hacer planes de actividades para sentirse valorada, porque se dio cuenta de que sus amigos la querían tal cual era ella.
Debemos darnos cuenta de una cosa: no hay nadie que valga poco, porque todos nacemos con la necesidad de ser queridos, pero también con la habilidad de querer a los demás, y esa habilidad es de las más importantes. El siguiente paso que debemos dar es aprender a querernos a nosotros mismos. Cuando aprendemos a valorar todo aquello que sabemos hacer, y a aceptar que no podemos ser perfectos en todo, es cuando más nos querremos y cuando podremos relacionarnos mejor con los demás.