Los psicólogos podemos utilizar distintas formas de trabajar con un paciente, dependiendo, principalmente, del problema que se aborde, las características del propio paciente, y las habilidades y conocimientos del psicólogo. Esto, permite ajustar la intervención a cada caso concreto.
Una de esas herramientas que podemos usar en una intervención son las metáforas. Existen metáforas publicadas, bastante conocidas, que abordan problemas generales y comunes. Otras, pueden ser hechas por el propio psicólogo, para adaptarlas al caso concreto. Así, se pueden aumentar las similitudes entre la metáfora y lo vivido por la persona.
Las metáforas se usan, sobre todo, para ayudar a la persona a entender y darse cuenta de qué es lo que le ha pasado, cómo ha actuado o pensado, y cómo su problema ha ido apareciendo. Porque después de presentar la metáfora al cliente, se le hacen preguntas para que reflexione sobre la metáfora, y lo pueda relacionar con su experiencia propia.
Tengamos en cuenta que el leer un cuento al paciente no va a solucionarle sus problemas, pero sí ayuda en gran medida a que él mismo entienda qué le pasa, porque en algunos casos, la persona sabe que algo está mal en su vida, pero no sabe qué es lo que está mal. Y si no se entiende el problema, no se entiende para qué se trabaja en las sesiones, y esto, dificulta la intervención.
Por esto mismo, es un paso primordial el acercar a la persona a su problema. Y hacerlo desde otra perspectiva, como si fuera un cuento, como si se hablara de otra cosa, puede alejarle de ese cristal que no le deja ver qué le pasa. Verlo de otra forma, le ayudar a entenderlo y a entenderse.
Voy a dejar una metáfora que escribí para un caso, como ejemplo.
UNA MAÑANA CUALQUIERA
"En un pueblo cercano a la
capital, vivía una chica llamada Ana. Era una de esas chicas que, sin ser
especialmente guapa, llamaba la atención de todo aquél que pasaba a su
alrededor. Ana tenía un cabello brillante y sedoso, una sonrisa sincera, y unos
ojos alegres que contagiaban a todos los que los miraban.
Ana llevaba una vida normal, de
la que disfrutaba mucho, aunque, como todo el mundo, pasaba por algunos
momentos difíciles. Cuando estaba muy estresada, a Ana la solían salir
espinillas, pero se le quitaban solas a los pocos días.
Un día, Ana se levantó con una
pequeña espinilla en su mejilla. No le dio mayor importancia, pensando que se
le quitaría pronto, y se marchó a trabajar. A la mañana siguiente, la espinilla
seguía igual, y eso le extrañó a Ana. Decidió no tocársela, pero se fue
preocupada al trabajo. Por el camino, la gente la saludaba y la piropeaban como
siempre, pero Ana no los hacía caso, porque iba pensando en la espinilla que
tenía en la mejilla. Al tercer día, la espinilla tampoco se había ido, así que
Ana, desesperada por los nervios, intentó explotarla, pero no lo consiguió.
Pasó el día tocándose el grano, para notar si se había hecho más pequeño o no,
y no prestó atención a la gente que intentaba hablar con ella.
Así pasaron los días, y la
espinilla cada vez era más grande. Ana intentaba quitársela todas las mañanas,
pero no lo lograba, y empezó a utilizar maquillaje para disimularlo, aunque
seguía pensando que su espinilla se notaba mucho.
En el trabajo, sus compañeros, al
principio le quitaron importancia, y le dijeron que estaba tan guapa como
siempre. Pero como Ana siempre estaba preocupada por su espinilla, empezaron a
dejar de saludarla, porque ella, o no les hacía caso porque estaba
mirándose la espinilla con un espejito, o sólo les hablaba de lo horrible que
era su espinilla.
Con el paso del tiempo, Ana
perdió sus amistades y su trabajo, porque no atendía a otra cosa que no fuera
su espinilla. Y por su preocupación, perdió lo que realmente la hacía bella: su
alegría y su amabilidad."
¿Qué le dirías a Ana si la tuvieras delante? ¿Qué puedes aprender de lo que le pasa a Ana en la metáfora? ¿Te ha pasado algo parecido alguna vez? ¿Qué podrías hacer tú si te pasa algo parecido?